viernes, 9 de enero de 2009

Albert Einstein, un estudiante mediocre

Albert Einstein (1879-1955)

Poco antes de morir, Eistein escribió en una carta: “Mis padres estaban preocupados porque aprendí a hablar relativamente tarde. No sabría decir qué edad tenía, pero seguro que no menos de tres años”. Él mismo rompe el mito del mal alumno cuando asegura: “Mi flaqueza principal estaba en mi escasa memoria, especialmente en cuanto a textos se refiere. Solo en física y matemáticas me hallaba, gracias a mis esfuerzos personales, más adelantado que el resto”

La verdad es que Einstein, más allá de las ciencias exactas, no era buen alumno. Cuando sus padres abandonaron Munich con rumbo a Italia, dejaron al joven Albert, de 15 años, para que terminase su ciclo lectivo. Ese fue quizás su peor periodo como alumno. Años mas tarde escribió: “La razón principal era el método pedagógico, aburrido y mecánico. Dada mi escasa memoria para las palabras, este método me creaba serias dificultades que me pareció insensato intentar superar. Prefería entonces soportar todo tipo de castigos antes que aprender de memoria”. Y es que Einstein ya actuaba como un científico al buscar el “porqué” de los hechos y chocaba con el autoritario sistema educativo alemán de la época.

Fue famosa la exclusión en su intento de ingreso en el Politécnico de Zurich cuando tenía 16 años. Fue declarado “no apto”. Se sabe que completó las pruebas de física y matemáticas de forma asombrosa, pero en las áreas humanísticas falló y debido a esto fue reprobado. Pero esta misma incapacidad para ajustarse a las normas y su constante curiosidad fueron seguramente las que lo llevaron, a los 16 años, a elaborar en un escritorio las ideas principales que luego lo conducirían a la teoría de la relatividad.


Y hablando de su escritorio, encontré en el archivo fotográfico de la revista Life unas fotografías del desordenado escritorio de Einstein en su oficina de Princeton, publicadas por la revista en 1955.


En ellas podemos contemplar una pizarra llena de ecuaciones, un montón de revistas viejas y hasta su propia pipa abandonada sobre uno de los cuadernos. Un tintero, algunos libros, un ejemplar de una revista de Filosofía y hasta un cenicero de cristal. Bajo los montones de papeles se atisban bolígrafos perdidos y cartas sin abrir, documentos que quizá contengan la clave de la teoría unificada, en la que invirtió sin éxito los últimos años de su vida.

Sobre las ventajas e inconvenientes de tener un escritorio desordenado se ha escrito mucho, y hay quien considera que el caos puede ser más productivo que un orden demasiado estricto.